¡Qué difícil es dejar ir lo que no quieres que se vaya de tu lado!

Después de muchos años de pérdidas, aún no he aprendido a aceptar y dejar ir.

Hace años perdí a mi abuelo, un ser maravilloso; lleno de luz, alegría, generosidad y bondad. Con sus abrazos todas mis heridas sanaban y con sus sonrisas e intentos de trucos de magia, los problemas eran menos problemas al final del día. Pero un día, cuando aún tenía mucha vida por delante, se fue. Por aquel entonces yo tenía 15 años y no entendía como funcionaba esto de la vida y me dolió. Me dolió mucho, pero extrañamente, tenía una rara sensación de calma y paz dentro de mí. Acepté que la vida tiene un final para todos tarde o temprano y, para algunos, más temprano que tarde. Entendí que me había faltado por vivir muchos días con mi Belo, así le llamaba yo, pero que había sido muy afortunada por haber podido compartir momentos tan mágicos junto a él; veranos en Blanes, los aperitivos frente al mar, las chocolatinas que me sacaba de detrás de la oreja, las historias inventadas que me contaba, la sorpresa que fingía cada vez que, junto a mi abuela, le hacía un pastel para merendar, las galletas de navidad que pintábamos juntos, el fuet cortado finito, finito para merendar y todos nuestros códigos secretos para decirnos que nos queríamos. Es muy muy duro dejar ir, pero lo hice. Porque sabía que me había dado el mejor de los regalos; los recuerdos más bonitos de mi infancia y un referente a seguir. Entendí que, a pesar de no poder abrazarlo nunca más, a pesar de no poder volver a oler esa colonia tan suya, ni a poder volver a oír su voz cada vez que gruñía por algo, a pesar de todo, siempre estaría en mi corazón. Aun a día de hoy siento que está cerca de mí y que me protege.

Sí, puede que sea una bonita reflexión y una buena manera de enfocar el dolor y la pérdida, sobre todo para una adolescente de 15 años que sufrió su primer gran golpe. Lo que no imaginé es que me doliera más y me bloqueara emocionalmente todas aquellas veces en que un amigo decidió alejarse o un amor romperse. Muchas veces me pregunto: ¿Cómo puedo ser la misma? ¿Cómo puede coexistir la adolescente capaz de aceptar y dejar ir a su abuelo con quien tenía una relación especial y la chica que no es capaz de entender que las personas te dejan y hay que dejarlas marchar?

Creo que la diferencia está en el abandono. Nunca creí que mi abuelo me abandonara, sin embargo, si he sentido eso con muchas de las personas que más apreciaba.

Abandono, cambiarte por otra, desprecio, indiferencia, frialdad… Creo que no hay nada más dañino que sentir todo esto por parte de alguien a quien quieres o por quien te habías ilusionado. A mí me duele en el alma y lo gestiono de la peor manera posible; hundiéndome más, atacando a mi autoestima, comparándome, regodeándome en el dolor, recordando lo vivido y lamentando que no pueda volverse a vivir, imaginando un futuro bonito e idealizando a la persona, empoderando al otro al mismo tiempo que me hago yo pequeña. Lo sé, sé que es la peor manera de enfocar todas esas sensaciones.

Es una realidad que nos va a doler y que dejar ir cuesta muchísimo. Vivimos en una sociedad donde la gente deja ir demasiado de prisa, se desvincula enseguida y te intercambian con una frialdad y rapidez pasmosa. La mayoría de gente ya no da valor a un beso, al tiempo ni a los detalles. No se fijan en lo que dices, en lo que haces ni en cómo eres. Solo se miran a ellos y en que es lo mejor para ellos. Y comparto esa premisa, pues yo debo aprender a ser más egoísta y a priorizarme más, pero jamás lo haré a costa de los sentimientos de alguien. Vivimos en una sociedad donde cambiamos continuamente de teléfono móvil cada vez que sale uno nuevo con mejores prestaciones, cada vez que se estropea algún aparato nos es más cómodo, o nos han hecho más cómodo, comprar uno nuevo que repararlo, como si ya nos instruyeran en esta filosofía del consumismo, no solo de cosas sino de personas. Vivimos en una sociedad que esconde sus sentimientos, como si de adolescentes de 16 años se tratara, nos da apuro decirle a alguien que nos gusta, aunque tengamos la certeza de que también siente lo mismo. Y entonces, dejamos ir, nos dejan ir; de la noche a la mañana, sin explicación, obteniendo por respuesta el silencio, un trato diferente y el olvido de lo vivido, cambiándote por otra,  como si nada hubiera tenido valor. Vivimos en una sociedad que se llena la boca diciendo que luchamos por lo que queremos, que todo son retos a superar y que podemos con todo, que nada nos para. Y sin embargo, cuando las cosas se complican en nuestras relaciones, cuando alguien nos pide un poco más, cuando alguien se sincera o se abre y sabemos que implicará dar algo de nosotros de verdad, entonces reculamos y, como si nada hubiera sucedido, hacemos borrón y cuenta nueva, como si las personas tuviéramos un “reset” o un “suprimir” entre nosotros. Vivimos en un mundo demasiado frio y parece paradójico pero, el clima del planeta se va calentando y parecer ser que lo hace al mismo ritmo que la sociedad se va enfriando y se vuelve más y más egoísta.

Si pudiera resumir o pensar que tienen en común todas esas personas o esas situaciones que me han dañado diría la frialdad y mi falta de autoestima. Cada vez que siento que alguien se aleja o me deja me gestiono fatal. Me culpo de eso, me digo que no soy suficiente (suficientemente guapa, simpática, alta, delgada, inteligente, pasional, divertida, generosa…). Me cambia mi propia percepción, a la que tampoco había prestado mucha atención, cubriendo mi falta de amor propio con la compañía de alguien a quien me entrego en exceso, y me cambia la percepción del otro, a quien veo como alguien superior a mí, lleno de vida y virtudes, que está en uno o varios escalones por encima de mí. Cuando siento que me dejan, me “engancho”, como si fuera adicta a la angustia y ansiedad que todos esos pensamientos me generan.

Supongo que no todos gestionamos los rechazos o abandonos de la misma manera y, supongo, que las personas más sensibles, como yo, lo gestionamos bastante mal. En este tiempo he aprendido que cada uno es como es y que siendo tal y como somos, merecemos ser felices. Feos, altos, gordos, bajos, inteligentes, tontos, alegres, pesimistas… Todos somos merecedores de amor y felicidad. Pero eso depende de nosotros. Para empezar, hay que aceptar como somos, con nuestro paquete de virtudes y defectos al completo. Y después hay que aceptar la vida. Igual que entendí que la muerte llega y que no se puede remediar y que lo único que se puede hacer es disfrutar del tiempo vivido y tratar de dejar un buen sabor de boca al irnos, también he de aceptar que la vida te quita y te pone personas en el camino. Que no podemos apegarnos a nada realmente, porque no hay nada eterno, ni siquiera los sentimientos, estos evolucionan, no están eternamente anclados.

Nada dura para siempre y todo cambia. Qué fácil es escribir esta frase y que duro asimilarla. Creo que no debo dejar de ser como soy, jamás podré ser tan fría y jamás poddejar ir a la gente que me importa. Pero sí debo aprender a dejar ir a la gente que me hace daño, a los que no me eligen o a los que me dejan ir a mí, pues su pérdida no es una pérdida real, es una vivencia y una lección más de vida. Engancharse a la idea de alguien o a la idealización de un futuro es insano, doloroso y sobretodo irreal. Y no se puede vivir en una mentira. Porque las mentiras tienen las patas muy cortas.

Paula. 

 

Abrir chat
Hola
¿En qué podemos ayudarte?